El Mapa de Uppsala

Llega un lunes por la tarde. Estocolmo está soleada, veintitantos grados, quizá un poco de viento. Es su primera vez en Suecia. Y en Escandinavia. De hecho es mi primera vez en Europa, repite una docena de veces con una mezcla de vergüenza y timidez durante los siguientes días cada vez que alguien le pregunta. Aunque no lo va a decir, es también el primer congreso internacional al que asiste en su carrera. Que el tema sea el mismo de su investigación es una coincidencia, que ocurra en Estocolmo pura y llana suerte, que la universidad en la que enseña pague el hospedaje y el avión es casi un milagro; pero que él asista es un sueño realizado: va porque sólo así podrá ver el Mapa de Uppsala, y ver el Mapa de Uppsala es lo único que le interesa.

El cóctel de bienvenida y la primera plática no están programados sino hasta las cinco de la tarde, así que tan pronto deja la maleta en el hotel sale a caminar, a hacer un poco de turismo, a ver qué tan distinto es éste de su mundo, si Estocolmo se parece a lo que ha venido imaginando en el avión, a comprobar si es verdad eso de que en Suecia no hay mujeres feas. Recorre la ciudad con entusiasmo. Con algo parecido al asombro fotografía los techos verde cobre, las torres con relojes, el río y los puentes que lo cruzan, los palacetes neoclásicos y también las casitas medievales pintadas de colores. Para liberarse de pendientes va de compras de una buena vez: postal para su madre, taza para su padre, suéter para su hermana y una bufanda tejida a mano para Luisa, a quien llama para avisarle que ha llegado bien. Le cuenta como ha estado el vuelo, el clima, su paseo. Le asegura también que no todas las suecas son hermosas y se ríen. Después se desean buen inicio de semana, se mandan besos, cuelgan.

El congreso arranca y sus sospechas se confirman: hace años que no practica y su inglés está oxidado. Aún así se da a entender y logra captar todo lo que los demás le dicen. Se da cuenta que la mayoría de los colegas con los que compartirá cafés y conferencias son mayores y aburridos. Salvo los latinos –una geógrafa chilena y un urbanista colombiano– el resto ya ha estado antes en Estocolmo y se saluda como si reavivaran amistades de otras épocas. Aunque él da por descontado que todos lo conocerían, ninguno, ni uno sólo de los académicos con los que charla, demuestra interés en el Mapa de Uppsala cuando él se los menciona. Es más, pareciera como si ni siquiera supieran que el dibujo existe, piensa y mientras se va decepcionando.

Termina la primera conferencia y es el turno de cenar e ir por unos tragos. A los latinos se les unen cuatro alemanes, un australiano, dos japonesas y un local. La cena es larga pero amena, aunque sin gran cosa para contar: es una de tantas entre extraños amigables. A los tragos llegan los latinos y los alemanes. El bar lo cierran él, el colombiano y una alemana que toma y fuma como si no hubiera mañana. Pero la mañana llega y con ella el segundo panel de ponencias. Él se arrellana en la butaca con ganas de que lo sorprendan pero pronto se percata de que el sociólogo que está parado al frente no lo hará. Entonces empieza a preguntarse cuál es el verdadero motivo de ese tipo de congresos, si acaso no será todo una mera pérdida de tiempo y de dinero, una iteración moderna de las cortes y los valses del siglo XVII, un protocolo sin sentido. Piensa que a lo mejor Luisa tiene razón y todo es una excusa para hacer networking — ver y dejarse ver, hablar y dejarse hablar — lo que estaría muy bien si a él eso del networking y las relaciones no le diera exactamente igual. Entonces ya no se decepciona sino que se desespera, y así irritado se consuela agradeciendo que a él aún le quede Uppsala.

La segunda charla del día corre a cargo de la historiadora alemana con aires de cosaca. Su exposición es tal cual ella: concisa, clara, al punto; con un acento marcado y casi militar pero fría y nada apasionante. Después el almuerzo, una pausa y una tercera conferencia que lo lleva casi a un estado de sopor. Para mantenerse despierto se toma un espresso doble y mientras alguien expone sobre migración urbana –algo que por otro lado ya se sabe de memoria– él comienza a planear el viaje a Uppsala. Verifica en el celular la frecuencia de los trenes, el horario de la galería en la que el mapa está exhibido, el nombre y precio de un hotel cercano dónde alojarse. Cuando ya tiene una idea más clara de cómo ir y regresar de Uppsala a tiempo para no perder su avión del jueves, el segundo día de conferencias ha llegado ya a su fin.

Salvo alguna variación en el nombre y número de los comensales, esa noche es una calca de la anterior, con la novedad de que esta vez el colombiano y la alemana se acercan tanto que al final lo dejan en el bar y se van juntos en la misma dirección. Él entonces se toma un par de whiskeys y después sale a caminar por la noche de Estocolmo. Aunque no recuerda dónde lo leyó, a él también se le figura que ésta, como todas las demás ciudades, es más grande de noche que día y se pierde en las calles de la isla sur buscando alguna aventura digna del recuerdo. Como no la encuentra, lo que hace es levantarse a la mañana siguiente con algo de resaca. Piensa en saltarse la ponencia matutina pero que recuerda que es la última y que el congreso culmina ese mismo medio día. La plática transcurre sin pena ni gloria y tras el inevitable intercambio de tarjetas, promesas para futuras colaboraciones y buenos deseos profesionales, él logra evadirse de la comida/despedida: ya ha tenido suficiente de lo mismo y prefiere visitar el museo que un amigo de Luisa le ha recomendado. El museo, que exhibe una colección privada de arte contemporáneo, está a las afueras de Estocolmo y para llegar debe tomar un autobús que tarda más de media hora de camino. Aún así, decide que no tiene nada mejor que hacer y que si el amigo de Luisa se lo ha recomendado con tanto ahínco, el viaje bien debe valer la pena. Como el museo cierra tarde, calcula que tiene tiempo de sobra para ir y venir antes de tomar el tren a Uppsala.

Llega tres cuartos de hora después y como tiene mucha hambre. antes que otra cosa se come un filete de salmón con ensalada en el restaurante del museo. Está vez no es defraudado. La comida, el paisaje, el edificio y hasta las obras expuestas le parecen realmente emocionantes. Tanto disfruta su visita que sólo abandona el museo cuando la misma mujer a la que le ha comprado el boleto y a quien le ha sonreído en más de una ocasión le dice que están a punto de cerrar. Él se disculpa y le pregunta si sabe a qué hora pasa el autobús de regreso a la ciudad. Ella responde que el último del día para afuera del museo en escasos quince minutos más. Él entonces agradece, recoge su maleta del guardarropa, pasa al baño y se dirige a la parada dónde le da tiempo incluso de fumar.

El autobús llega puntual y él se da cuenta de que varios de los trabajadores del museo, y entre ellos la mujer a quien ya ha empezado a observar con más detenimiento, lo abordarán también. Ve sus gafas redondas de armazón metálico, ve que tiene los labios pintados de rojo, y se pregunta si lleva fleco porque así le gusta, porque cree que la hace ver más joven o porque piensa que su frente es demasiado grande para dejarla al descubierto. Imagina que si se enderezara quizá sería uno o dos centímetros más alta que él y también que su postura un tanto encorvada la hace parecer un poco tímida y quizá hasta cierto punto vulnerable. Ve también que lo que trae puesto es un pantalón holgado y no un vestido como había creído antes y que su bolso, de un rosa deslavado, contrasta con el resto de su negra indumentaria. Le mira el pelo castaño oscuro y los ojos verdes. En una palabra, le gusta lo que ve.

Como debe pedirle indicaciones al conductor y no quiere estorbarle al resto, se pone al final de la fila y es el último en subir. Tras pagar y preguntar el nombre de la parada en la que debe bajar para conectar con la estación de trenes, levanta la mirada y ve que la mujer se ha sentado justo a la mitad del autobús, del lado del conductor, pegada a la ventana. Ve también que el asiento a su lado está desocupado. Sin pensarlo mucho se sienta junto a ella y vuelve a sonreírle. Pasan un par de minutos y por alguna razón que no sabrá explicar después pero que tal vez oscila entre amabilidad y coquetería, él le pregunta si aquello es tan agradable como parece. Ella no comprende y se lo dice. Disculpa, no he entendido la pregunta, dice ella. Él entonces cree que su inglés debe seguir igual de precario que cuando recién llegó y repite. Me refiero a que si trabajar para un museo como éste es tan agradable como aparenta serlo, responde él. Ah…sí. Bueno, es un buen trabajo, no me quejo, dice ella, pero él intuye que no está del todo convencida y recuerda que un colega suyo le ha contado que trabajar para un museo puede ser interesante pero a la vez tremendamente aburrido. Él no quiere sacar sus propias conclusiones y cambia el rumbo de la conversación. Le pregunta entonces si es de allí. Soy sueca pero nací al norte del país, dice ella. Él le pregunta el nombre de su pueblo. Ella le dice entre risas que no vale la pena nombrarlo porque él no lo va a conocer. Como ha viajado un poco por Escandinavia él insiste. Quizá te puedo sorprender, dice él. Ella pronuncia una palabra que él no ha escuchado nunca en su vida y que ni siquiera logra comprender: no le queda de otra más que poner cara de tarado. Te dije, dice ella, y vuelve a sonreírse.
A sus preguntas homólogas él responde que es cartógrafo, mexicano y que está en Estocolmo porque ha asistido a un congreso internacional sobre urbanismo sustentable. O lo que sea que eso signifique, dice él y expulsa un tipo de gruñido. Le explica también que como el evento ha terminado justo ese medio día, tan pronto llegar a la estación planea tomar un tren a Uppsala para pasar la noche ahí. ¿A Uppsala?, pregunta ella. A Uppsala, responde él, y añade que en la biblioteca de esa universidad hay un mapa histórico que ha deseado ver desde hace mucho tiempo. Él puede sentir — con algo semejante a la intuición masculina que lo caracteriza, o más bien, con la intuición que él piensa que lo caracteriza — el interés sincero de la mujer  por lo que le está diciendo, así que le explica también que el mapa fue hecho a mediados del siglo XVI y que es uno de los primeros planos topográficos que existen del antiguo Valle de Anáhuac. Ella hace una cara como de confusión y entonces él le aclara que así también se llama la cuenca en donde su ciudad está ubicada. Aunque no puede verse en un espejo, él sabe que su semblante cambia con la emoción que el mapa le provoca y aunque tampoco puede estar seguro, cree notar que ella se conmueve ante el desborde de esos sentimientos cuando le habla de las inscripciones, de los dibujos, de los glifos toponímicos del primer plano verdaderamente mestizo –y ahí traza unas comillas en el aire– que se hiciera de la antigua Ciudad de México. No se sabe cómo llegó a Suecia, pero al parecer fue un regalo que le hicieron a tu rey Gustavo III, dice él. No tengo ni idea de quién fue ni cuándo reinó Gustavo III, responde ella, pero sea cual sea la razón por la que ese mapa esté en Uppsala me alegro de que vayas en camino a verlo.

Para cuando terminan de intercambiar impresiones sobre la monarquía reinante en Suecia, sobre la diferencia de tamaño entre Estocolmo y el DF, y sobre los pocos problemas que puede tener Escandinavia comparados con los que hay en México, o en el resto del mundo si a esas vamos, dice él con tono de burla que no intenta disimular, el autobús se va aproximando a la última parada. Mientras ambos se levantan del asiento y se preparan a bajar, él extiende la mano y se presenta. A todo esto soy Domingo, dice él. Yo me llamo Sofía, dice ella, y se la estrecha con firmeza. Los dos caminan los pocos metros que hay hasta la entrada al metro y por una razón que él no podrá explicarse luego pero que quizá es la misma por la que ha venido a Suecia, por la que ha terminado en el museo, y por la que le ha estado hablando a esa mujer de fleco castaño durante más de media hora, él le pregunta si quiere ir por algo de tomar. Pensé que debías tomar el tren a Uppsala, responde ella. Hay trenes cada media hora y el último sale pasada la media noche, dice él. Tiempo tengo, la pregunta es si tienes ganas. Como no dan ni las ocho de la noche y el sol que se resiste al otoño aún no se pone, ella acepta y lo lleva a uno de sus bares preferidos.

Ella no ha comido así que ordena un plato de ternera y una ensalada de espinacas. Él todavía puede sentir el salmón en el estómago así que la acompaña con medio litro de cerveza clara. Aunque no puede decírselo porque piensa que qué cursilerías son esas y además hacerlo queda fuera de lugar, él siente como si la conociera de toda la vida, como si aquella cena improvisada fuera más bien un reencuentro largamente anticipado o mejor aún una más de muchas que han ocurrido y habrían de volver a ocurrir después. Mientras la ve pelear con la ensalada se pregunta si ella sentirá lo mismo, algo parecido al menos o de plano otra cosa totalmente diferente a lo que le está pasando a él, pero como es normal en esas situaciones, a él le es imposible descifrar lo que sea que está pasándole por la cabeza. O por los ojos. O por el corazón.

El tiempo corre pero ni él ni ella parecen darse cuenta, y si lo hacen, lo olvidan con el gusto de los que disfrutan las rachas del presente e ignoran al futuro hasta hacerlo desaparecer. Hablan otra vez de historia, de arte, de música. De sueños frustrados, de que ella hubiera querido ser pintora y él músico de jazz, o beisbolista. ¿Beisbolista?, pregunta ella con incredulidad. Herencia de mi abuelo, dice él exagerando un poco porque aunque su abuelo era fanático del beisbol la verdad es que ellos nunca fueron muy cercanos. De temas profesionales pasan a los familiares y es entonces que ella le pregunta a bocajarro si está casado. Lo estoy, dice él. Yo también, dice ella, y él siente un extraño alivio. ¿Tienes hijos?, pregunta en automático. Él responde que no y ella niega también pero con la cabeza

Les traen la cuenta y cuando él está por comenzar una frase de despedida que ha ido preparando en la cabeza durante los últimos minutos, ella le ofrece subir por una copa de vino. Sé que debes ir a Uppsala, dice ella sin esperar a que él responda, pero vivo acá a la vuelta y cómo dijiste que hay trenes hasta la media noche, pensé que a lo mejor querrías…Por la misma razón de antes, esa que no terminará nunca de comprender pero que ya para entonces no cuestiona, él la interrumpe y acepta la invitación. Me encantaría, dice él. Perfecto, dice ella, y caminan la cuadra y media en la primera oscuridad de una noche clara.

El edificio donde ella vive es igual a todos los demás. O al menos eso le parece a él, quien nota que todos en la zona tienen seis niveles y casi el mismo estilo, con las fachadas pintadas en colores claros y los remates a veces del color del barro, a veces del metal oxidado, pero siempre en tonos oscuros y con los techos inclinados. El departamento queda en un quinto piso y obviamente no hay elevador, así que después de subir las escaleras de madera con la maleta colgándole del brazo, él necesita un minuto para tomar aire y recuperarse. Ya no tengo treinta años, dice él. Yo tampoco, responde ella, pero cuatro pisos aún puedo subirlos sin dificultad, y con el brazo extendido y un movimiento de la mano le pide el saco para colgarlo en el ropero. Él se da cuenta que no le ha preguntado todavía su edad, pero después de estar a punto, decide que es mejor no hacerlo. Tras adelantársele e invitarlo a pasar a la cocina, ella saca una botella abierta de vino tinto de la alacena. No debe tener ninguna otra, piensa él. No te importa ¿cierto?, pregunta ella. La abrí anoche mientras leía y después de la primera me quedé dormida, dice sirviendo las copas hasta el tope, así que él tiene que hacer malabares para no desparramar la suya mientras se dirigen a las sala.

Ella se quita los zapatos y se recuesta en el sofá mientras él se sienta en uno de los dos sillones individuales que hay enfrente. Por un momento se quedan en silencio; luego brindan por Uppsala. Y por el Mapa, dice él, y por Gustavo III, añade ella. Dan un trago largo al vino y luego se vuelven a callar. Él se da cuenta que hasta ese momento no se ha preguntado qué es exactamente lo que está buscando ahí, pero tampoco siente deseos de cuestionarse ahora. Con la naturalidad de los treinta y tantos ella le tira una sonrisa, una invitación, más bien un imán. Con la ligereza de los cuarenta idos él se acerca, le pone la mano en el regazo y la acaricia. Ambos giran para ponerse frente a frente. Él la besa y ella lo besa a él también. Se desnudan con tranquilidad, con una parsimonia que a cualquiera le parecería casi indiferencia pero que para ellos es puro disfrute, anticipación, el sabor que se dilata. En cueros llegan a la habitación y sólo entonces se abandonan: penetrándose, compenetrándose, perpetrándose los dos. Comienzan y terminan. Y luego lo hacen todo otra vez de nuevo.

Para cuando sus cuerpos dejan de moverse, él puede darse cuenta de que ya es más de media noche. Siempre quedará otro tren que vaya a Uppsala, dice ella como si le leyera la mente, y se permite un guiño que él no sabe si en verdad ha visto o sólo ha imaginado.

A la mañana siguiente se despiertan juntos, casi al mismo tiempo. Ella con el cabello en remolinos, él sintiéndose descansado, como más ligero, pensando que Uppsala — y quizá también el resto de su mundo — quedan ya mucho más lejos de lo que están en realidad.

Él le pregunta si no debe ir al museo. Los jueves descanso, dice ella. Lo que resulta extremadamente conveniente, dice él, y sospecha que quizá ella lo ha planeado todo desde el mero inicio. La idea le gusta pero no se la pregunta, y sin preocuparse por que el tiempo pase ambos vuelven a encontrarse sin reparos.

Después de él no sabe cuánto tiempo bajan a desayunar pero ya es más bien la hora del almuerzo. Él mira el reloj y pregunta si después de comer se le antoja acompañarlo a Uppsala. Ella lo mira sorprendida y amaga con hacerle una pregunta pero se interrumpe, como para reformularla. ¿No tenías hoy el vuelo de regreso?

A las tres de la tarde, responde él, pero siempre hay otro avión que va hacia a México.

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